-La longitud de la circunferencia es igual al doble del radio multiplicado por pi, … al doble del radio multiplicado por…, al doble del radio, … del radio, … del raaa… ¡Ay!
La cabeza de Ramonín rebotó contra la recia mesa de la cocina. Las once y cuarto era una hora tardía para un niño de diez años que se levantaba antes de que amaneciera y que al volver de la escuela tenía que ayudar en las tareas de la casa: limpiar la cuadra, barrer el horno, cambiar el agua de las gallinas, etc. Solo después, tras la merienda de pan y chocolate, podía ponerse con los deberes: interminables copias de la lección de Historia o de Geografía, largas listas de reyes y batallas o conjugaciones de verbos imposibles (¿se decía “abolo” o “abuelo”?). Pero lo peor de todo eran esas formulitas matemáticas que había que retener al pie de la letra (“el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los catetos”, “el área del trapecio es igual a la suma de las bases por la altura partido por dos”) porque cualquier leve confusión acarreaba en los problemas peligrosos descarrilamientos.
Y mañana era el examen trimestral. Solo los que lo pasaran con éxito podrían aspirar al examen de ingreso que, una vez aprobado, les convertiría en bachilleres y, quién sabe, tal vez en médicos o abogados, en el futuro. Sabía que esa era la ilusión de su padre: que se labrara un porvenir…
Pero el sueño le rendía. Entre humaredas de sopor recordaba la voz de Don Abelardo atronando las cuatro paredes del aula: -¿Pero todavía no se lo sabe? ¿Ni eso se sabe?
Y a continuación, con una voz grave y susurrante, no se sabe si afirmativa o interrogativa:
–¿Y su padre quie-re-ques-tu-die, quie-re-ques-tu-die…
Ya sentía clavados en el rapado cogote los ojos de los pequeños y de los medianos, contentos y felices de saber que la cosa no iba con ellos.
No podía más, se le caían los párpados, se restregaba los ojos sin parar, apenas si conseguiría llegar hasta la cama. Había que dejarlo ya. Entre las hojas de la enciclopedia colocó un trocito de papel para marcar la página y, de pronto, cayó en la cuenta: ¿Y si apuntara en ese papel las formulitas? Podía llevarlo metido en la media, a la altura de la rodilla, no para sacarlo, solo por mayor seguridad, por si se diera el caso de que le fallara la memoria…
Confortado con este plan, salió en parte del sopor y, con inusitada agilidad, trasladó del libro al papel las palabras mágicas, que quedaron enrolladas en un apretado y minúsculo cilindro.
***
¿Pero ya son las ocho? La mañana amanecía con una espesa niebla de diciembre. Antes de colocarle al burro las aguaderas y los cuatro cántaros, se lavó la cara en el agua helada de la palangana y se pasó el peine. En la mesa de la cocina le esperaba el blanco tazón de loza, donde daba gusto calentarse las manos, con un buen trozo de pan también caliente –la suerte que tenía de ser el hijo del panadero-.
El caño de la fuente no era muy grueso, y llenar cuatro cántaros de arroba llevaba su tiempo. Encima se le había colado Lorencito; menos mal que solo llevaba un cántaro y un botijo.
Hacía frío de verdad: los charcos estaban helados. Los pies y las manos ni se sentían, afortunadamente, el cuerpo era otra cosa, gracias al grueso jersey de lana tejido por su abuela, que le llegaba casi hasta el borde de los pantalones cortos.
Tenía el tiempo justito para llegar a la escuela, que estaba cerca del arroyo, bajando el cerro.
Los grupos bulliciosos de chiquillos se iban calmando a medida que formaban las filas: los pequeños, de cuatro y cinco años, delante; los mayores, de trece y catorce, detrás. Y en paralelo, frente a la puerta de la señorita Hortensia, una fila semejante de niñas, con blancos delantales, que los miraban de reojo tapándose la boca con la mano.
Ramonín notaba la presión del diminuto envoltorio bajo la media como si se tratara de una espinilla punzante y dolorosa. En silencio, solo interrumpido por el chirrido de los goznes de los pupitres, ocuparon sus puestos.
Todos callaban mientras el maestro escribía las preguntas en la pizarra. Como no había espacio para dejar huecos entre los pupilos, se mantenía la colocación habitual, pero en tal cercanía sabían que cualquier giro o movimiento, siquiera del cuello o de la mano izquierda, podría ser tomado como sospechoso y merecedor de fulminante castigo. Además, el temor a que D. Abelardo se volviera súbitamente los mantenía hiératicos y expectantes.
-Ya pueden empezar.
El pistoletazo de salida dio lugar a un silencio tenso, espeso, solo atenuado por el ágil rasgar de los plumines sobre las hojas. Ramonín también empezó escribiendo con presteza, mojando la pluma en el tintero con pulcritud, para evitar los temidos borrones. El cálculo se le daba bien, los números llegaban a su mente sin esfuerzo: siete más cinco por cuatro menos ocho entre dos, igual…. mmm veinte. Treinta más doscientos menos veinte más cincuenta entre diez igual… mmm chupado, ventiséis. Y así sucesivamente.
Se iba animando por la facilidad con que era capaz de responder la primera tanda de preguntas. Y ya se había olvidado de la chuleta. Concluyó con éxito la primera carilla y miró a la pizarra: Vaya. No podían faltar: allí estaban los problemas de geometría, los que suponían más de la mitad de la nota. Bueno, tampoco eran tan difíciles: solo se trataba de aplicar las fórmulas, esas que cincuenta veces había repasado, pero que se resistían a permanecer en su memoria. Probaría a recordar: A ver, la longitud de la circunferencia es igual al cuadrado del radio por pi. ¿O era el doble del radio? ¿O era el cuadrado partido por pi? No, a ver, el área del círculo ¿cuál era? A lo mejor así se aclaraba… El área del círculo es igual a pi más el doble del radio. No, no “más”, “por”, por el doble del radio. ¿O era el cuadrado por pi?
Con tanto pi empezaban a pitarle los oídos. El plumín, con la gota de tinta a punto de caer en medio de la cuartilla, llevaba ya un rato en el aire, sin decidirse a escribir ningún guarismo; y eso es mala señal, sobre todo, cuando se escucha el afanoso rasgar de las plumas de los compañeros.
De pronto, se acordó del papel escondido tan cerca, al alcance de la mano. Con disimulo miró hacia la rodilla derecha, bajo la media gris: el bultito permanecía en su puesto, nada más tenía que alargar la mano izquierda. Silencio total, pero en el momento en que iniciaba el cauto movimiento, un súbito crujido de la vieja madera del suelo le hizo dar un respingo: Lorencito se levantaba en busca de otra cuartilla. De nuevo el silencio y de nuevo el avance sigiloso de la mano, que ya tanteaba por encima el extremo del calcetín. Y vuelta a replegarse, ahora porque el maestro se dirigía directamente hacia él, bueno, no hacia él, sino hacia la ventana que tenía detrás, a comprobar que la niebla esa mañana no tenía trazas de levantar. Ahora se sentía vigilado por la retaguardia, sin ánimo de iniciar otra incursión. Y los minutos pasaban. No sería capaz. No podría soportar la decepción de su padre, si le pillaran.
Para evitar sospechas, se puso a mirar hacia el techo, hacia la grieta descascarillada que cruzaba la habitación de lado a lado. Hoy parecía más negra y más ancha que nunca. Con lo que había llovido este otoño, seguro que el viejo tejado con las vigas de madera corroídas por la humedad estaba a punto de hundirse. Casi creyó oír un ruido en la techumbre, un leve chasquido como de hielo que se rompe, e inmediatamente el estruendo de las paredes que se derrumban, los gritos de los niños pidiendo auxilio, las manos de D. Abelardo, agitándose entre un montón de escombros. ¡Qué poca importancia tenía ahora la longitud del radio o el diminuto papel! Su padre vendría corriendo, angustiado, en cuanto llegara a la panadería la noticia de la desgracia, entraría como fuera en la escuela y le sacaría en brazos, magullado y cubierto de polvo.
Embebido en la escena, con los ojos cerrados para mejor contemplar los detalles, no se dio cuenta de que movía los labios, dando totalmente la impresión de que se comunicaba con su vecino de delante.
El bofetón restalló en el silencio como un látigo, dejando impresa en su pálida mejilla una roja estela de cuatro puntas.